Aquellas plataneras eran tan solo un cultivo que precedía al comienzo de la selva de Kerala, cuya particularidad se basa en la presencia de hasta 900 km de marismas, ríos y canales distribuidos por todo el estado. Peter sacó la linterna que llevaba en la mochila, y los saltitos de Akshi nos orientaban a través de los enormes árboles. En algún momento, un silencio sepulcral nos envolvió, la luna se perdió entre las copas de los cocoteros y la noche apoyó los codos, expectante. Tras caminar durante veinte minutos por un terreno fangoso cuyos obstáculos sorteamos gracias a la linterna, en mitad de la oscuridad tan solo quedó la lejana luz de lo que parecía una choza en mitad del trópico. Era el lugar al que debíamos ir, o al menos así lo indicaba la determinante actitud de Akshi. A medida que nos acercamos, pude ver extrañas sombras azules sobre el techo de palma y la luz procedente del interior de la casa dio paso a una puerta semiabierta. Akshi entró mientras nosotros nos mantuvimos paralizados unos segundos. Poco después, un hombre ataviado con una túnica blanca salió a recibirnos. Se llamaba Rajkumar.