
Ni nosotros ni la encargada de facturar nuestras maletas percibe en un primer momento ese fino hilo negro que salpica la cinta del tren de aterrizaje. El vuelo llega con 15 minutos de retraso al aeropuerto de Kochi, donde nos hospedaremos en un guesthouse en el casco antiguo. Al recoger la maleta a nuestra llegada, Peter nota un bulto en su equipaje, el color negro se expande, algo grita y, de repente, una minúscula figura negra emerge y comienza a rebotar por toda la sala. Chilla, salta y se mueve de forma endemoniada. Todo el mundo comienza a gritar y nosotros corremos hacia la salida. Conseguimos un taxi que nos llevará a Fort Kochi, donde tendremos tiempo para descifrar las coordenadas y, en cualquier caso, estar a salvo. En Kerala los cocoteros todo lo inundan y no hay vacas en las calles, una sensación de calma que nos acompaña hasta el guesthouse de Fort Kochi, una casita en un barrio tranquilo gestionado por una joven llamada Lakshmi. Tras llegar a nuestras respectivas habitaciones, descansamos, pero algo nos dice que alguien nos sigue buscando. Cuando voy a dormir, escucho un ruido en la habitación, enciendo la luz y, ante mi, hay un pequeño mono que me mira fijamente. Y me habla.